Madrid
El espacio es luminoso, un sanatorio de
última generación que corona el claustro de Los Jerónimos, en lo
alto de la ampliación del Museo del Prado. Por aquí pasan cientos de
obras al año en estado leve, grave, muy grave o crítico. Y todas
hallan solución. Es uno de los espacios más secretos e inaccesibles
de la institución. Pocos son los que entran en esta UVI del arte,
donde se desnudan las obras hasta llegar al fondo mismo de la
pintura, a su última hebra.
En el taller de restauración del Prado, capitaneado por Enrique
Quintana, van contrarreloj. Ultiman la puesta a punto de una serie
de obras de Joaquín Sorolla que forman parte de la gran exposición
que la pinacoteca dedicará a partir del próximo día 26 de mayo al
artista valenciano.
Han sido dos años de trabajo sin tregua. Sólo queda el último
recodo del camino. En ese tiempo se ha trabajado sobre una veintena
de obras. Entre ellas, Mis hijos (1904), uno de los cuadros más
complejos e íntimos de Sorolla, propiedad del museo que lleva el
nombre del pintor en Madrid.
No llegó al taller muy maleado, pero algunas restauraciones
pasadas le dejaron un asma de luz, una fatiga de color ceniza.
Ahora, después de cinco meses de estudio e intervención a manos de
las restauradoras Eva Perales y Lucía Martínez, la pieza está ya en
sala, resucitada en sus brillos, en sus tonos, más cerca del acorde
exacto que de la bastardía de la sombra que la asfixiaba.
EL MUNDO ha seguido puntualmente el laborioso proceso, testigo de
la resurrección de esta pintura, desde su ingreso hasta su
rehabilitación. «Sorolla es un pintor difícil de restaurar. Y, por
eso, apasionante», explica Martínez. «Es su propia sabiduría
pictórica y su exigencia lo que le convierte en el más complejo de
los artistas del XIX, en un verdadero reto».
El primer paso antes de intervenir sobre el lienzo es fijar la
tela, tensarla. Muchas de sus obras han participado en numerosas
exposiciones. Y en los primeros compases del siglo XX, las pinturas
se desclavaban de los bastidores y viajaban enrolladas. «Con el
tiempo, los bordes se debilitan. Por eso, el primer paso es poner
una banda de tensión perimetral y colocar una tela de apoyo para
evitar que el lienzo vibre», dice Martínez.
Una vez que la obra se ha tensado de nuevo comienza el trabajo
sobre la capa pictórica. Es la parte del proceso que requiere más
atención. El primer paso es limpiar la superficie, eliminando restos
de barniz oxidado. «En ese momento, después de mucho estudio previo
con las radiografías del lienzo, los infrarrojos y los rayos
ultravioletas, uno empieza a descubrir los espacios desarmónicos de
la pintura. Es el momento de hacer un equilibrio de luz y color de
las zonas del cuadro. El diálogo crítico con los estudiosos de
Sorolla resulta fundamental. En este caso, la bisnieta del artista,
Blanca Pons, nos ha ayudado mucho. Ella nos facilitó fotografías de
época de las obras a restaurar. El yerno de Sorolla era fotógrafo y
realizó un preciso archivo de las obras del pintor que hoy resulta
esencial para reconocer el estado original y su enmarcación»,
subraya Martínez.
Mis hijos es un cuadro muy personal, de referencias velazqueñas.
«Se trata de una obra que deja ver con claridad lo acertado de las
entonaciones de la composición. Las trabaja al límite. En ese
sentido, su forma de entender cada elemento es muy preciso. Todo en
su pintura funciona como un reloj. Es un creador muy seguro de sí
mismo que no se mide con sus contemporáneos», apunta Enrique
Quintana.
Los restauradores no intervienen nunca de inmediato en las obras.
El proceso es lento. Primero hay que familiarizarse con ellas.
Entenderlas. Saber su por qué, conocer hasta el más mínimo motivo de
cada pincelada. «Una vez hecha la limpieza hay que ver las sutilezas
de acabado que se han perdido. El primer paso es recuperar la imagen
inicial. Y sólo se actúa sobre la tela cuando se tiene muy claro que
es imprescindible hacerlo. Este es un trabajo de delicadezas y hay
que tener una enorme seguridad para no equivocarte y que la
interpretación no sea la adecuada, pues alterarías la lectura
original de la obra», afirma Martínez.
Cualquier retoque se hace con unos colores especiales y
reversibles, una pintura que no es grasa y permite ser retirada en
un futuro sin castigar la original.
Las dos restauradoras conocen cada centímetro de los cuadros. Los
han visto miles de veces. Han entrado en ellos con una psicología de
descubridor. Conviven con ellos durante meses. Saben de sus
alteraciones. Sucede exactamente eso con Mis hijos. Le han dado mil
vueltas a la obra hasta que han encontrado el camino preciso para
avanzar en ella. Y, al final, la pieza ha ganado en luminosidad, en
definición, en estabilidad. Las dos hijas del pintor aparecen de
nuevo definidas, independientes. «Cuando el cuadro entró esas dos
niñas parecían siamesas. Algo imposible». Eva Perales y Lucía
Martínez les han devuelto a su definición primera. La obra ya está
en sala. Espera su reestreno, tras pasar por boxes, en la gran
antológica de Sorolla en el Prado. Será la resurrección a pleno
pulmón de un artista poderoso, irregular y sabio.
El rescate de la pureza: los marcos
«No sólo hemos realizado un gran esfuerzo para hacer un proyecto
científico integral de la obra de Sorolla, sino que queremos que el
público lo vea en toda su pureza, en toda su originalidad», comenta
Enrique Quintana, jefe de restauración del museo. Para ello han
recurrido a un maestro ebanista que ha reproducido algunos de los
marcos que Sorolla buscó para sus cuadros. «Cuidaba mucho todos los
detalles. Y en ocasiones consiguió marcos de tallas exquisitas del
siglo XVII que adquiría en almonedas y anticuarios. Sabía que no
sólo importa la pintura, sino la forma de presentarla».